
Fotografía: un no-lugar. Podría tratarse del pasadizo del metro, de la entrada de un cine, de un aeropuerto o un supermercado, de los claustros de algunas universidades, los pasillos o las salas de profesores de algunos institutos, de un hospital donde significa tanto, o tan poco, nacer como morir, o del negociado de la muerte en que se constituyen todos los anteriores dispositivos tanatoriales, que objetivan y burocratizan la muerte de la vida, la vida de la muerte, la muerte de la Cultura, la muerte en vida de la Salud, la Verdad, la Belleza o la Bondad; la desaparición del ánima o del sentido. Desdibujadas, fantasmagóricas, siempre en eterno movimiento, como móviles al viento, unas oscurecidas figuras completamente desmemoriadas de aquello que fueron: seres humanos
“Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no-lugar. La hipótesis aquí defendida es que la sobremodernidad es productora de no-lugares, es decir, de espacios que no son en sí lugares antropológicos y que, contrariamente a la modernidad baudeleriana, no integran los lugares antiguos: éstos, catalogados, clasificados y promovidos a la categoría de “lugares de memoria”, ocupan allí un lugar circunscripto y específico. Un mundo donde se nace en la clínica y donde se muere en el hospital, donde se multiplican, en modalidades lujosas o inhumanas, los puntos de tránsito y las ocupaciones provisionales (las cadenas de hoteles y las habitaciones ocupadas ilegalmente, los clubes de vacaciones, los campos de refugiados, las barracas miserables destinadas a desaparecer o a degradarse progresivamente), donde se desarrolla una apretada red de medios de transporte que son también espacios habitados, donde el habitué de los supermercados, de los distribuidores automáticos y de las tarjetas de crédito renueva con los gestos del comercio “de oficio mudo”, un mundo así prometidos a la individualidad solitaria, a lo provisional y a lo efímero, al pasaje, propone al antropólogo y también a los demás un objeto nuevo cuyas dimensiones inéditas conviene medir antes de preguntarse desde qué punto de vista se lo puede juzgar. Agreguemos que evidentemente un no lugar existe igual que un lugar: no existe nunca bajo una forma pura; allí los lugares se recomponen, las relaciones se reconstituyen; las “astucias milenarias” de la invención de lo cotidiano y de las “artes del hacer” de las que Michel de Certeau ha propuesto análisis tan sutiles, pueden abrirse allí un camino y desplegar sus estrategias. El lugar y el no-lugar son más bien polaridades falsas: el primero no queda nunca completamente borrado y el segundo no se cumple nunca totalmente: son palimpsestos donde se reinscribe sin cesar el juego intrincado de la identidad y la relación. Pero los no-lugares son la medida de la época, medida cuantificable y que se podría tomar adicionando, después de hacer algunas conversiones entre superficie, volumen y distancia, las vías aéreas, ferroviarias, las autopistas y los habitáculos móviles llamados “medios de transporte” (aviones, trenes, automóviles”, los aeropuertos y las estaciones ferroviarias, las estaciones aeroespaciales, las grandes cadenas hoteleras, los parques de recreo, los supermercados, la madeja compleja, en fin, de las redes de cables o sin hilos que movilizan el espacio extraterrestre a los fines de una comunicación tan extraña que a menudo no pone en contacto al individuo más que con otra imagen de sí mismo. La distinción entre lugares y no lugares pasa por la oposición del lugar con el espacio”. Augé, M. (2017) “Los no lugares”. Barcelona, Gedisa, pp. 83-85.
No-lugares y virtualización relacional en la denominada sobremodernidad
Miquel Amorós Hernández
Marc Augé contrapone, en la cita precedente, los “lugares”, dotados de la radical radicalidad en la que se enraíza la autenticidad que precede a la humanidad, frente a los “no lugares”, atópicos, inhumanos, imposibles de hacerse habitables a través del establecimiento de la relacionalidad auténtica que convierte los meros puntos en el espacio en auténticos hogares. Merece un desarrollo el nacimiento de esta última idea: los lugares tienen, en el hogar, el clímax de su desarrollo. Hogar que conecta con la interioridad agustiniana que es brasa o rescoldo a partir del cual puede encenderse, mecha que prende, el calor auténtico de la intimidad. Imposible es esto en los no lugares, puntos del espacio incapaces de tejer una trama relacional en la que sentirse como en casa es imposible: la maldición weberiana de la burocracia, el ticket del supermercado, la relación contractual, el código QR o el código de barras suspenden tal posibilidad.
Los lugares se enraízan en la historia compartida, tejen complicidades de las que emerge, necesariamente el vínculo de lo humano. Permiten el crecimiento, el desarrollo, la fructificación del ser humano, quien entonces es capaz de crear mundos posibles. La fantasía, la capacidad, el sentimiento de pertenencia, la proyección de un proyecto conjunto, ligado al desarrollo del sentido de la vida son entonces factibles. En el otro extremo, en el no lugar nadie, a excepción de aquellos maquinalmente deshumanizados, pueden sentirse o sentarse a conversar al rescoldo del fuego cósmico del hogar compartido, el Oikós griego, la ecología de lo humano. En el no lugar, el desinterés característico de las relaciones humanas, sean la Phyllia o el Eros se cortocircuita por completo. El interés hobbesiano, antesala del cálculo, el miedo o el silencio que anula la conversación, imponen los tiempos medibles de la productividad. La burocracia se extiende como el manto Medea, asesino de la vida de todo aquel que fuese cubierto por la desalmada prenda mítica del vestir. El frío vacío se extiende, todo deviene superficie de azulejo y metal, tan inhóspita como aséptica.
Entonces, claro está, la realidad real se suspende, la esencialidad metafísicamente inherente a la autenticidad del Ser queda substituida por las diversas apariciones, cuando no figuraciones, de la apariencia empantallada. Pantallas de móvil, pantallas de televisor, pantallas de proyección, pantallas de ordenador. Algún día será oportuno para desarrollar aún más la potencia de esta idea: la aparición de la apariencia, la desaparición de lo esencial, su substitución por el simulacro, su elevación a gran espectáculo; el ser humano ya no será un creador de mundos posibles enhebrados en un sentido cómico en pos de la Verdad, Belleza y Bondad por medio del cultivo de su alma o espíritu.
La relación posible del hombre y el mundo, mundo entendido como producto de su creativo hacer, será substituido por el simulacro del hacer, el hacer ver que se hace, el hacer hecho visible para ser visto, la eliminación del sentido por la producción audiovisual sin el aura benjaminiana, la reproducción infinita de la imagen carente de espíritu, carente de realidad, la vida convertida en mero pasaje o pasillo: el no lugar.
Algunas instituciones educativas, tal vez tienen su origen en su natalidad como no-lugares panópticos, provisores no de una auténtica paideia, sino de titulaciones, certificados completamente ajenos al conocimiento. Panópticos y pantallas como substitutos inversos de la Totalidad. Instagram como sucedáneo de la humana relacionalidad; el like cuando no el vano emoticono como substitutos del latir en el pecho del corazón, del pneuma en los pulmones, del hálito divino en el Espíritu del Ser.
El ígneo Todo reducido a la frialdad de sus cenizas. La desaparición de toda traza de Humanidad: la reducción allende el absurdo a mero aparato o dispositivo burocrático. Fuera, la Cultura, florece, como los bosques bajo el astro solar. Rovira Climent, el sabio griego nacido en Els Ports, ya nos lo dejó escrito como preaviso previo al acabamiento de la función teatral: se hace necesario más que nunca, en tiempos de descuento sobremodernos como los que debemos resistir, un reinicio, un desandar sendas erróneas, tal vez una “Giravolta rural”.
Revisado el 11 de septiembre de 2025.
