Piensoluegosiento

Blog de Filosofía de Miquel Amorós Hernández

Autor de la web

“Spinoza excomulgado”, por Samuel Hirszenberg (1907)

Prosa poética de una vida filosófica

Miquel Amorós Hernández (Barcelona, 1972)

Nací en un entorno donde los animales, las plantas y los libros convivían con naturalidad. Antes de tener palabras para explicarlo, intuí que la vida poseía un lenguaje propio y que sólo lo escucha quien se detiene a contemplarla. Esa intuición temprana marcó mi infancia y, sin saberlo entonces, también mi destino. Años después me condujo a estudiar Filosofía, Biología y Pedagogía —esta última con Premio Extraordinario—, así como un Máster en Ciudadanía y Valores que recibió igualmente Premio Extraordinario. A lo largo de mis estudios acumulé más de medio centenar de Matrículas de Honor en materias y disciplinas muy diversas, signo no tanto de una voluntad de destacar como de una fidelidad tenaz al estudio riguroso. Me doctoré en Pedagogía y sigo el camino del doctorado en Filosofía, orientando mi investigación hacia la inteligencia y la consciencia que atraviesan todos los reinos de la naturaleza, desde los seres más modestos hasta los más complejos. Siempre he sospechado que la vida piensa, aunque no siempre lo haga ni con palabras ni en un lenguaje humano. Esta sospecha se puede rastrear en el budismo tibetano, en el budismo zen, en los Veddas hindúes. También es un pensamiento que compartimos algunos filósofos y/o biólogos occidentales aunque no es, ni mucho menos, la corriente principal del pensamiento occidental, demasiado centrado en el cientificismo materialista.

La biología me enseñó a observar y clasificar taxonómicamente con rigor; la filosofía, el rigor del preguntar. Y en ese preguntar aparecieron maestros silenciosos que, sin pretenderlo, me ofrecieron brújulas para orientarme en lo real. Platón me enseñó a escuchar las sombras hasta que revelan la forma de aquello que las proyecta; me mostró que el pensamiento es un ascenso y que sólo quien se atreve a volver sobre sus pasos —como el prisionero liberado— puede transformar su vida y la de los demás. Aristóteles me enseñó lo contrario y, a la vez, lo complementario: que lo real está aquí, en lo viviente, en la forma que organiza la materia, en el movimiento sutil de cada ser hacia su plenitud. Si Platón me invitó a elevar la mirada, Aristóteles me enseñó a no pasar por alto lo que florece a ras de tierra.

Con Descartes comprendí la potencia de la disciplina interior y la importancia de aprender a dudar sin naufragar; me enseñó a ordenar el pensamiento como quien limpia un sendero para poder caminarlo. Hume me reveló la fragilidad de nuestras certezas, la contingencia de nuestras creencias, el carácter pasajero de toda seguridad. Él me enseñó a mirar de frente la intemperie de lo humano sin perder serenidad. Nietzsche me empujó a romper máscaras, a desconfiar de los ídolos, a buscar una vida que no se limite a repetir valores heredados; con él aprendí que la filosofía también puede ser una fisiología del espíritu y una danza ante el abismo.
Wittgenstein, en cambio, fue la calma tras la tormenta: me mostró que muchas de nuestras confusiones son trampas del lenguaje y que la claridad es, a veces, un acto de silencio más que de palabra.

Pero fue Spinoza quien me ofreció la lección decisiva: que la alegría brota de la coincidencia entre nuestra naturaleza y nuestras acciones; que todo está atravesado por una misma sustancia infinita que se expresa de forma diversa; que comprender no es poseer explicaciones, sino abrirse a ese orden secreto que sostiene el mundo. Spinoza fue, y sigue siendo, mi hogar intelectual más profundo. Más aún, es todo un ejemplo de ética y de vida, en especial en lo relativo a mi extraña relación con la “Academia” y el trabajo.

He enseñado en ESO, Bachillerato, Formación Profesional y Universidad. Una de las experiencias más hondas de mi vida fue la educación domiciliaria con niños y adolescentes con enfermedades oncológicas: allí comprendí que la pedagogía real nace en el contacto con la vulnerabilidad humana; que enseñar es acompañar, sostener y aprender del otro. El conocimiento sólo es auténtico cuando forma parte de la vida y la transforma.

Durante más de una década pasé también por las aulas universitarias. Al principio creí haber encontrado un lugar para el estudio y el diálogo. Pronto comprendí algo más profundo: que la Universidad, pese a su aura de Templo del Saber, se ha convertido en un engranaje más dentro de las llamadas instituciones culturales —aquellas que gestionan la Cultura, pero ya no la crean. Si la Universidad fue alguna vez un santuario del pensamiento, hoy la Cultura ha huido de ella hace tiempo, dejando atrás simulacros de reflexión y una industria de artículos escritos y leídos con igual prisa. La decadencia de la Universidad es total. Su ritmo frenético impide todo estudio riguroso; el saber se reduce a trámite, el pensamiento a procedimiento, la investigación a protocolo. Allí advertí que el brillo exterior ya no escondía verdad alguna: sólo un eco que se repite sin cuerpo ni respiración interior en un vacío moral de proporciones cósmicas. Existían allí profesores que no podrían impartir las materias que imparten en Secundaria, por no disponer de la titulación al efecto; otros son expertos en aconsejar a los profesores de Secundaria cómo realizar su trabajo, sin haber trabajado nunca fuera de la Universidad, o sin haber pisado un aula de Secundaria en su vida. En resumen, un simulacro, un sucedáneo, un colmar el vaso de la vacuidad.

Una incompatibilidad horaria entre Universidad y Secundaria —casi un accidente administrativo— me abrió una salida discreta, pero para mi, la luminosa libertad. Pude marcharme sin ruido, llevándome sólo lo esencial, lo que ya traía uno en las alforjas: el estudio paciente, la honestidad intelectual y la pedagogía que nace del contacto verdadero con la vida. Para este viaje, no hacían falta tantas alforjas, como dirían los clásicos. Fue mi autoexcomunión spinoziana de una institución a la que nunca sentí pertenecer.

Los largos viajes en tren hacia el Instituto en el que ejercía en aquella época se convirtieron en un santuario cinético donde el pensamiento recobró su respiración natural. Preparé las Oposiciones, mecido por el traqueteo del tren, bajo un cielo sin techo, con el amparo de Olga, Ramon, Monje y la gracia de la Substancia Infinita, libre al fin.

Obtuve mi plaza de profesor de Filosofía al primer intento, con una calificación especialmente alta en la parte teórica. Desde entonces enseño donde la filosofía conserva su frescura originaria: en la curiosidad sin artificio de los estudiantes, en el encuentro cotidiano con la búsqueda sincera. Siempre he sabido, sin embargo, que la enseñanza institucional es sólo una expresión mínima de mi filosofía. El trabajo —tripalium, antiguo instrumento de tortura que dio nombre a nuestra palabra “trabajo”— debe ocupar una parte limitada de la existencia. La vida no es trabajo: la vida es asombro, es el thauma griego que inaugura toda reflexión verdadera. No me muevo en busca de reconocimiento, sino de sentido: sólo reconozco valor donde hay pensamiento auténtico y altura interior.

Mi vida filosófica se despliega también en el cuidado de mis plantas y animales, en el jardín doméstico que cultivo con una serenidad epicúrea, en la atención silenciosa que sostiene el hogar. Allí, en lo pequeño y lo vivo, se manifiesta una sabiduría discreta: la que no requiere espectáculo ni legitimación institucional. La filosofía es un modo de habitar el tiempo, no un título ni una posición.

Y en el corazón invisible de esa forma de vida está Olga, la mujer de mi vida. Con ella comprendí que el tiempo puede ser un territorio fértil y no sólo una medida. Ganar tiempo para los dos ha sido infinitamente más valioso que cualquier otra cosa en el mundo. En ella encuentro la coincidencia entre Verdad, Bondad y Belleza, no como una abstracción griega, sino como una plenitud viva: el lugar donde las almas se reconocen, se sienten y se religan sin esfuerzo, como si recordaran una afinidad más antigua que la biografía.

Hoy sigo maravillándome ante la inteligencia secreta de la naturaleza y la consciencia que parece extenderse por todos los seres. Sigo buscando preguntas que estén a la altura del mundo, y aceptando que las respuestas llegan, si es que lo hacen, con la delicadeza del amanecer: sin ruido, sin prisa, cuando uno ya ha aprendido a recibir la luz sin miedo.

Mi búsqueda filosófica apunta siempre hacia el sentido: un sentido que no se obtiene por acumulación de lecturas ni por estrategias académicas, sino por la convergencia interior de disciplinas diversas estudiadas con rigor, profundidad y seriedad formal. La verdadera interdisciplinariedad no consiste en proclamarla, sino en vivirla. Allí, en esa encrucijada fecunda entre la biología, la filosofía, la pedagogía, la naturaleza y la vida cotidiana, es donde sigo pensando.

Bienvenidos a la Filosofía.